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Musa Paradisiaca                                                                                          Adolfo Echeverreia. 2006

 

El arte de Eduardo Rincón está determinado por una atracción enfática y sostenida por las revelaciones y las epifanías de la tierra. Me atrevo a afirmar, sin el menor temor a la exageración que, en su obra, la naturaleza —en particular la que encarna en el reino vegetal— se identifica enteramente con el conjunto de la realidad objetiva. Esta identificación, esencialmente sensible, implica una concepción del mundo natural, no a manera de un simple modelo imitativo, sino como un principio vital, una presencia tan admirable como enigmática, que entraña una experiencia polimorfa de la invención de imágenes.

 

El universo de este artista, por la insistente investigación de una topología específica —el bosque, la selva o el jardín— y la recurrencia de los cuerpos distintivos que lo pueblan —el árbol, la planta, el fruto o la semilla—, constituye un ámbito eminentemente cerrado, autárquico, contenido en sí mismo; sin embargo, la continua indagación de las posibilidades plásticas que éste implica lo convierten en un territorio de una fecundidad insospechada. Pues, en afinidad con el cambio permanente y la incesante metamorfosis que son la índole primordial de ese universo, Rincón no ha dejado de transformarse a sí mismo como creador. Explorador nato, transgresor de fronteras, en un registro de una amplitud sorprendente que va desde la concreción matérica hasta la proyección simbólica o la meditación ritual, libremente fluctuante entre la figuración y la abstracción, ha buscado en la pintura, la gráfica y la escultura, pero también en el ensamblaje y la instalación, el vehículo para desentrañar la formidable génesis de lo contemplado. No quisiera soslayar el hecho fundamental de que si existe una absoluta coherencia entre esa exploración formal y la sustancia de su obra, es porque— a diferencia de la visión científica, por necesidad proclive al análisis sistémico— Rincón cultiva una relación espiritualmente solidaria con la naturaleza y sus atributos trascendentes.

 

Si en otras etapas de su itinerario Rincón ha intentado —y conseguido— aproximarse cada vez más a la materia, incluso hasta penetrar al interior de su organicidad más profunda, se diría que en los cuadros que integran Musa paradisiaca el artista ha privilegiado una cierta inercia contemplativa frente a lo real, pero ello sólo para mejor experimentar la sutileza, o la efusión, de sus efectos espectrales. Nos encontramos frente a una pintura en la que el referente externo y el dispositivo formal están situados en un plano de absoluta reciprocidad. Aunque la imagen instaura una dependencia referencial del todo reconocible, resulta claro que sólo un lúcido y sutil proceso de síntesis le otorga a la composición su pleno significado. Lo que vemos no es precisamente una abstracción radical de lo aparente —la selva, el bosque—, sino una fluctuación continua y enérgica entre dos instancias de la forma que, por una vez, se nos presentan generosamente reconciliadas por medio de una audaz recreación de sus potencias cromáticas. Aquí, la mirada ya no insiste en descifrar las propiedades matéricas, biológicas o simbólicas de lo representado, sino sus íntimas cualidades lumínicas. La fronda boscosa y la espesura selvática —en paisajes que han anulado la perspectiva para rendirse a los resplandores y las fulguraciones de un primer plano soberano—, aparecen esenciadas, depuradas en su dimensión cromática elemental. Aquí, la quintaesencia ya no es substancia palpable, sino luz —reverberaciones, iridiscencias, centelleos del color en un estado de pureza extrema.

 

Si tuviera que exponer un criterio totalizador sobre el “estado de cosas” que guarda, hoy en día, el trabajo de Rincón —cosa no sólo difícil sino meramente imposible ante una obra a tal grado marcada, como señalaba más arriba, por una imperiosa exigencia de búsqueda—, anotaría que, más que nunca, se adivina en la postura que el artista asume en Musa paradisiaca una absoluta confianza en las capacidades de un lenguaje que persigue —y encuentra— tanto sus cimientos como sus fines en las virtudes más esenciales y legítimas de la pintura. ¿Cómo no celebrar entonces que Eduardo Rincón esté de vuelta en su paraíso?